Comentario
Comí carne en Viernes Santo, pero ¿qué iba a hacer?. Antes de la hora de la cena entregué al rey muchas cosas que había traído y escribí bastantes palabras de su lengua. Cuando el rey y los otros me vieron escribir y después repetía, leyéndolas sus palabras, quedaron atónitos. Con lo que llegó el momento de cenar. Trajeron dos platos grandes de porcelana, el uno lleno de arroz y el otro de carne de cerdo con su pringue. Cenamos entre las mismas demostraciones gesticulantes; luego fuimos al palacio real, que adoptaba la forma de una pirámide de heno y estaba recubierto completamente con hojas de higuera y de palmas. Fue edificado sobre gruesas estacas que lo distanciaban de la tierra, así que había que subir unos peldaños para entrar. Hizo que nos sentásemos sobre una esterilla de mimbres, manteniendo cruzadas las piernas como los sastres. A la media hora, trajeron un plato de pescado asado con jengibre a pedacitos alrededor, y vino.
El hijo mayor del rey, que era el príncipe, apareció donde estábamos, el rey le dijo que se sentara junto a nosotros y lo hizo así. Sirvieron otros dos platos: uno de pescado en su salsa y el otro de arroz, sin más fin que el de que comiéramos también con el príncipe. Mi compañero, tras tanta comida y bebida, llegó a embriagarse. Alúmbranse con unas lámparas cuyo combustible es resina de árbol a la que llaman ánima, envuelta en hojas de palma y de higuera.
Dionos a entender el rey que quería marcharse a dormir; dejonos con el príncipe, en cuya compañía descansamos sobre las esteras de mimbre y cojines de hojarasca. Llegado el día, volvió el rey y me tomó de la mano de nuevo, fuimos así hasta donde habíamos cenado, para desayunar, pero ya una lancha acercábase por nosotros. Antes de partir, el rey nos besó con alegría la mano y ambos la suya; un su hermano nos acompañaba con tres hombres. Era rey de otra isla. El capitán general lo retuvo a almorzar a bordo, colmándole de obsequios.
En la isla de aquel rey que conduje a la nao, encuéntranse pepitas de oro grandes como nueces y aun huevos, sólo con cribar la tierra. Todas las vasijas de ese rey son de oro e incluso alguna parte de su casa. Así nos lo refirió él mismo. Por su esmero en el vestir y cuidado, resultaba el más hermoso de los hombres que viésemos entre estos pueblos. Sus cabellos negrísimos le alcanzaban a media espalda, bajo turbante de seda: pendían de sus orejas dos aros inmensos de oro. Unos pantalones de paño, bombachos, enteramente recamados de seda, cubríanle de cintura a rodilla. Al costado, una daga con descomunal empuñadura --de oro también--, y su funda de madera tallada; en cada diente ostentaba, por fin, tres manchas de oro, que parecía que en él estuvieran engastadas. Olía a los perfumes de estoraque y de benjuí; era oliváceo bajo su mucha pintura. Su isla se llama Butuan y Calagan. Cuando estos reyes quieren encontrarse, reúnense los dos para cazar en la isla ante la que nos hallábamos. El primer rey se llama Colambu; el segundo, rajá Siain.
El domingo, último día de marzo y Pascua, envió muy de mañana a tierra el capitán general al sacerdote, con alguna escolta, para que preparasen dónde decir misa y al intérprete para advertir que no íbamos a bajar para comer con ellos, sino para oírla. Aunque sin más, el rey envionos dos cerdos muertos. Cuando llegó la hora de la ceremonia, desembarcamos alrededor de cincuenta hombres, sin las corazas pero armados y con la mejor ropa que pudimos. Antes de llegar a la playa, disparáronse seis bombardazos en señal de fiesta. Cuando pisamos tierra firme, ambos reyes se abrazaron a nuestro capitán general, situándole después entre ellos y en tal orden acudieron al lugar consagrado, no muy lejos de la orilla. Antes que el Sacrificio comenzase, el capitán roció todo el cuerpo de los reyes con agua perfumada. Ofrecimos las limosnas; acercáronse los reyes, como nosotros, a besar la Cruz, aunque sin ofertorio.
Al elevar el cuerpo de Nuestro Señor, permanecieron de rodillas y lo adoraban con las manos juntas. Las carabelas dispararon toda su artillería a un tiempo al alzarse el cuerpo de Cristo, dándole la señal de la tierra con arcabuzazos. Terminada la misa, algunos de los nuestros comulgaron. El capitán general ordenó empezar un baile con las espadas, en lo que tuvieron los reyes gran placer; hizo que trajesen más tarde un crucifijo con los clavos y la corona, al cual prestó reverencia al punto. Explicoles por el intérprete que no era otro el estandarte que le diera el emperador, su amo, para que, por doquiera que estuviese, dejase aquella señal suya y que él quería plantarla allí hasta en beneficio de ellos. Para que, si se aproximaran naves de las nuestras, supiesen por la cruz que nosotros habíamos estado allá antes y no causaran estrago ni en ellos ni en sus cosas. Que, si apresaban a alguno de los suyos, sólo con mostrarles aquella señal lo dejarían libre. Y que convenía, en resumen, plantar la cruz aquella sobre la cima del monte más alto que hubiera allí, para que al verla cada mañana, la adorasen; que era el modo de que ni truenos, ni rayos, ni tempestades, les perjudicaran en cosa alguna.
Se lo agradecieron mucho, asegurando que harían todo aquello de buen talante. Aún les instó a manifestar si eran moros o gentiles o en quién creyeran; y contestaron que no adoraban a nadie, reduciéndose a levantar las manos juntas y la cara, al cielo y que a su dios le llamaban "Abba", cuyas manifestaciones llenaron al capitán de alegría. Viéndolo, el primer rey alzó al cielo las manos y dijo que desearía, si fuese posible, darle pruebas de su amor hacia él. Repuso el intérprete que por qué motivo disponían allá de tan pocos alimentos. Contestó que no habitaba en aquel lugar sino cuando venía de caza y para ver a su hermano; sino que moraba usualmente en otra isla con los suyos.
Instósele a que, si tenía enemigos, declaráselo, pues en tal contingencia, acercarían las naves a destruirlos y les obligarían a obedecerle. Lo agradeció, manifestando que tenía a dos islas enemigas, sí, pero que no era ocasión de atacarlas. El capitán dijo aún que, si Dios determinaba que en otro periplo arribase por estas tierras, conduciría a tantas gentes, que habría de dejárselas por completo sometidas (a Colambu). Que era ya hora de ir a almorzar y que volverían luego para que se pusiera la Cruz sobre el monte. Insistieron en que les placía. Tras hacer desfilar en parada al batallón y la descarga de sus mosquetes, abrazose de nuevo el capitán con los dos reyes y tomamos licencia.
Tras el almuerzo, volvimos allá sin armas y, poco menos que presididos por los dos reyes, escalamos la cima más alta que hallarse pudo. Al pisarla, no olvidó el capitán general decirles lo por bien empleados que daba sus sudores, derivado del afecto que les tenía; pues, teniendo allí la Cruz, sólo habrían ya de conocer ayudas. Y preguntoles qué puerto era mejor para avituallarse. Dijeron que había tres: Ceylon, Zubu y Calaghan; pero que Zubu era el más grande y de mejor tráfico. Y se ofrecieron a prestarnos pilotos para enseñar el rumbo.
El capitán general dio las gracias y decidió ir donde le dijeron, porque así lo marcaba su triste suerte. Ahincada la Cruz, rezamos cada uno un padrenuestro y un avemaría, adorándola; e igual los reyes. Bajamos después por sus campos sembrados, hasta donde el balangai. Ordenaron los reyes traer algunos cocos para refrescar nuestras gargantas. Pidioles, en fin, el capitán los ofrecidos pilotos, pues quería zarpar con la nueva aurora, que los trataría como a sí mismo y dejando, además, en hospedaje uno de los nuestros. La respuesta fue que, en cualquier momento que los deseara, estaba a sus órdenes. Mas, con la noche, el rey primero mudó de parecer. Estábamos ya de mañana prontos a partir, cuando le envió al capitán general el recado de que por amor suyo, aguardase dos días hasta que recogiese el arroz y las demás cosechas; rogándole le prestara también algunos hombres de ayuda, pues así despachaban más rápido y él mismo quería convertirse en nuestro piloto.
Mandole algunos hombres el capitán, pero tanto comieron y bebieron los reyes, que el sueño los postró todo el día. Hubo quien, para excusarlos, dijo que se habían encontrado mal. Aquel primer día, los nuestros no hicieron nada; pero los dos siguientes sí trabajaron. Uno de aquellos indígenas trajo una escudilla con arroz, más ocho o diez higos --todo atado-- y pretendía el trueque por un cuchillo de los que valen tres cuatrines, lo menos. Comprendiendo el capitán hasta qué punto le interesaba el cuchillo a aquél, le llamó para disuadirle. Echó mano a la escarcela y quiso darle por su arroz un real: negose. Le mostró un ducado: tampoco. Al final, se avenía a darle un doblón de dos ducados. Nada le importaba, salvo un cuchillo y así, logró que se lo dieran. Habiendo desembarcado otro de los nuestros, por la provisión de agua, uno de la isla también quiso entregarle una corona de oro macizo, bujada, tremenda de tamaño, a cambiar por seis sartas con cuentas de vidrio; pero el capitán se opuso a la operación, para que prevaleciera su principio de que tasábamos en más nuestras baratijas que su oro.
Estos pueblos son paganos; andan pintados y desnudos con sólo un jirón de tejido vegetal tapándoles las vergüenzas; son desenfrenados bebedores. Sus mujeres cúbrense de la cintura para abajo, también con telas arbóreas y les llegan hasta el suelo los cabellos negrísimos; llevan taladradas las orejas y llenas de oro. Mastican sin cesar una fruta llamada areca, que recuerda a los peros en la forma: La parten en cuatro trozos, envolviéndolos después en las hojas de su tronco, llamado betre --que tiene el tamaño de las de la morera--, máscanlo todo y, cuando se ha formado ya en la boca una especie de papa, la escupen. Les queda aquélla encarnadísima. Todos los pueblos de esta parte del mundo lo toman, porque refresca considerablemente el corazón. Si dejasen de tomarlo, morirían.
En esta isla hay perros, gatos, cerdos, gallinas y cabras; arroz, jengibre, cocos, higos, naranjas, limones, mijo, panizo, cera y mucho oro. Está a nueve grados y dos tercios de latitud Norte y a ciento sesenta y dos de longitud de la línea de repartición y a veinticinco leguas de la Acquada; se llama Mazana.
Siete días paramos, pues, en total. Al término, seguimos el soplo del mistral, pasando junto a cinco islas: Ceylon, Bohol, Canighan, Bagbai y Gatighan. En esta de Gatighan hay murciélagos como águilas de grandes; no queríamos detenernos y sólo dimos muerte a uno: sabía a gallina. Abundan las palomas, tórtolas, papagayos y ciertas aves negras, gallináceas también, con buen cuerpo y larga cola. Estas ponen huevos enormes, como de ánsar, escóndenlos bajo la arena y el calor los incuba. Los pollitos salen así, sacudiéndose la arena. Los huevos son comestibles. De Mazana a Gatighan quedan veinte millas. Al salir hacia poniente desde Gatighan, el rey de Mazana no pudo seguir nuestra andadura; de forma que nos decidimos a esperarle entre las islas de Polo, Ticobon y Poxon. Al reunírsenos, se maravillaba de nuestra velocidad. Invitole el capitán general a que subiese en su nao con algunos de sus jerarcas, y le plugo sobremanera. Así arribamos a Zubu, que está a 15 leguas desde Gatighan.
A mediodía del domingo 15 de abril, penetrábamos en el puerto de Zubu, rebasando muchos pequeños poblados con la mayoría de sus casas construidas sobre los árboles. Al acercarnos a la ciudad, ordenó el capitán general que se empavesaran las carabelas, medio arriose el trapo como en zafarrancho de combate y disparó las bombardas todas, con lo que se sembró el pánico por doquier. El capitán envió a uno de sus ayudantes con el intérprete como embajador cerca del rey de Zubu. Cuando éstos desembarcaron, encontráronse con una multitud agrupada en torno a su rey, temerosos de los bombardazos aún. Informoles el intérprete de ser éstas nuestras costumbres al llegar a semejantes sitios: disparar todas las bombardas en prenda de amistad y de honor al respectivo rey. Respiraron el citado y los suyos oyéndole e hizo aquél, que su edecán preguntase a los nuestros qué querían. Díjoles el intérprete que su señor era capitán del mayor rey y príncipe del mundo y que se empeñaba entonces en descubrir Maluco. Pero que, como había sabido de su renombre notable a través del rey de Mazana, le venía a visitar, así como a entregarle por vituallas, mercaderías.
Contestó que en buen hora era llegado, pero que era su uso que toda nave que se albergase en su puerto le pagara tributo y que no eran cuatro días que un junco de Ciama cargado de oro y de esclavos, se lo rindiese. En aseveración de cuyas palabras, señalole a un mercader de los de Ciama que había permanecido allí para seguir traficando en lo de los esclavos y el oro. El intérprete repuso que su señor, como capitán de tan gran rey, no pagaba tributo a rey alguno del orbe y que si quería paz, tendría paz y, si guerra, guerra. Entonces el mercader moro advirtió al rey: "Cata, raja, chiba"; o sea: "Atiende bien, señor... Estos son de los que conquistaron Calicut, Malaca y toda la India mayor. Si bien se les hace, hacen bien; si mal, mal y peor, como en Calicut y Malaca hicieron".
El intérprete lo comprendió todo y pudo interrumpir con que el rey su señor era más potente en soldados y en navíos que el rey de Portugal y era rey de España y emperador de todos los cristianos y que, si se negaba a ser amigo suyo, enviaría en otra expedición a tanta gente que lo arrasarían todo. Otra cosa hablaba aún el moro con el rey. Entonces, éste dijo que se iba a aconsejar de los suyos y que contestaría en la jornada siguiente. Hizo servir un almuerzo con muchas viandas, carne en todos los platos --que eran de porcelana-- y abundantes ánforas de vino. Luego de tal colación, los nuestros regresaron a dar cuenta de su embajada. El rey de Mazana, que después de este otro era el más importante y señoreaba diversas islas, bajó a tierra para explicar a su congénere la gran cortesía del capitán general.
El lunes por la mañana nuestro escribano, en compañía del intérprete, desembarcó en Zubu. Vino el rey con sus principales a la plaza e indicó a los nuestros que se sentasen cerca. Preguntoles si más de un capitán iba en aquella compañía y si intentaban que él pagase tributo a su amo el emperador. Respondieron que no, que pretendían solamente que comerciase con ellos antes que con otros. Dijo que eso le satisfacía y, si nuestro capitán quería ser amigo suyo, que le enviaría un poco de sangre de su brazo derecho y el haría otro tanto, en símbolo de su amistad más verdadera. Aceptose la comisión. Terminó el rey inquiriendo, ya que cuantos capitanes tocaban allá intercambiaban presentes con él, sobre si era nuestro capitán o él mismo quien debía empezar. Ante lo que el intérprete dijo que, pues deseaba mantener tal costumbre, empezara él; y él empezó.
Subieron a la nao el rey de Mazana y el moro en la mañana del martes. Saludó el primero al capitán general de parte del de Zubu, y explicole cómo estaba reuniendo más víveres que podía para dárselos y cómo iba a enviar a un sobrino suyo y a dos o tres de sus jefes después del almuerzo para establecer la paz. Ordenó el capitán general que uno vistiese la armadura y que les explicaran que todos nosotros combatíamos con ella. El moro se espantó mucho, pero el capitán calmábalo con la advertencia de que nuestras armas eran dulces con los amigos y ásperas con los enemigos: y que, con tan poco esfuerzo como un pañuelo enjugaba el sudor, nuestras armas derriban y destruyen a todos los adversarios y perseguidores de nuestra fe. Hizo todo esto, a fin de que el moro, que parecía más astuto que los demás, se lo repitiera al rey.
Después del yantar, acercáronse a la nao el sobrino del rey, que era príncipe, el rey de Mazana, el moro, el gobernador y el barrachel mayor, con ocho principales, para concertar con nosotros la paz. El capitán general, ocupando un trono de terciopelo encarnado; los demás principales, en sillas de cuero y los demás, en cuclillas sobre alfombras, les preguntó a través del intérprete si su costumbre era tratar en secreto o en público y si aquel príncipe y el rey de Mazana estaban capacitados para estipular la paz. Respondieron que debatían en público y que efectivamente aquellos dos hallábanse capacitados.
Disertó con amplitud el capitán sobre la paz y sobre que él rogaba a Dios que la confirmase en el cielo. Contestaron que jamás habían oído cosas semejantes y que les causaba gran placer oírle. Observando el capitán el buen ánimo con que escuchaban y respondían, empezó a tocar asuntos que los indujeran a nuestra fe.
Preguntó quién habría de suceder al rey a su muerte: enterándose de que no tenía hijos varones, sino hembras y que aquel sobrino suyo estaba casado con la mayor, por lo que era el príncipe. Y de que cuando envejecen padre o madre no se los honra ya, sino que mandan sobre ellos los propios hijos. Informoles el capitán de que Dios creara el cielo, la tierra, el mar y tantas otras cosas y de que impuso se honrara a padre y madre (que quien lo contrario hacía era condenado al fuego eterno) y de que todos descendíamos de Adán y Eva, nuestros primeros padres y de que tenemos un alma inmortal y de muchos otros puntos referentes a la fe. Alborozadísimos, le suplicaron accediera a dejarles dos hombres, uno por lo menos, para que en tal fe les instruyera y que les rendirían gran honor. Replicaba que por el momento no podía dejarles a ninguno; pero que si querían hacerse cristianos, los bautizaría nuestro preste y que en otra expedición traería clérigos y frailes que los aleccionarían en nuestra fe. Arguyeron que primero deberían hablar al rey y después convertirse en cristianos. Todos lloraban, con tanta alegría.
Habloles el capitán que no se hicieran cristianos por miedo ni por complacernos, sino voluntariamente; pues a los que quisieran vivir según sus leyes de hasta entonces, ningún daño se les haría. Aunque cristianos serían mejor vistos y halagados que los otros. Todos gritaron a una voz que no se hacían cristianos por miedo, ni por nuestra complacencia, sino por espontánea voluntad.
Entonces les dijo que, si se convertían en cristianos, les entregaba una armadura, pues su rey se lo había impuesto así. Y cómo no podían usar de sus mujeres, siendo gentiles, sin grandísimo pecado y cómo les aseguraba que, siendo cristianos, no se les aparecería más el demonio, sino en el mismo punto de su muerte. Aseguraron no encontrar respuesta para tan bellas palabras, pero a sus manos se remitían y que dispusiese de ellos como de sus más fieles servidores. El capitán, llorando, los abrazó y estrechando una mano del príncipe y una del rey entre las suyas, juroles por su fe en Dios y por su hábito de caballero que les daba la paz perpetua con España. Respondieron que juraban lo propio.
Conclusas las paces, mandó el capitán que sirviesen que comer; después, el príncipe y el rey ofrendaron al capitán los presentes que traían: algunos cestillos de arroz, cerdos, cabras y gallinas y pidiéndoles disculpas por ser tales muy pobres cosas para alguien como él. El capitán regaló al príncipe un alquicel blanco de sutilísima tela, una barretina encarnada, sartas de cuentas de cristal y un vaso de vidrio dorado. Todos los cristales son apreciadísimos allí. Al rey de Mazana no le dio ningún regalo, pues se lo había hecho ya con una veste de Cambaya y otros obsequios. Más cosas repartió entre los acompañantes; a quién una, a quién otra.
Mandó después al rey de Zubu, por mediación mía y de otro, una túnica de seda amarilla y morada --a la moda turca--, una barretina encarnada de paño muy fino, collares de vidrio también. Presentando todo en bandeja de plata, más dos vasos en mano semejantes al del príncipe.
Llegando a la ciudad, encontramos al rey en su palacio con muchos hombres, sentado en tierra sobre una esterilla de palma. Sólo un taparrabos de algodón le impedía enseñar las vergüenzas; llevaba un turbante con bordados de aguja, un collar de gran precio y dos enormes ajorcas de oro con piedras preciosas.
Era gordo y pequeño, tatuado al fuego diversamente. Otra esterilla ante sí, servíale de mantel, pues estaba comiendo huevos de serpiente escudillera, servidos en dos vasijas de porcelana y tenía también cuatro jarras llenas de vino de palma, cubiertas con hierbas oloríferas. Un canuto metido en cada una le servía para, indistintamente, sorber.
Tras la reverencia de rigor, hízole saber el intérprete hasta qué punto su señor le quedaba reconocido por tantos obsequios y que le mandaba aquellos otros no por corresponder sino por el amor intrínseco que le tenía. Ceñímosle la túnica, tocámosle de la barretina y le dimos parte de lo demás. Por fin, besando primero los dos vasos y poniéndomelos sobre la cabeza, se los presenté y con el mismo ceremonial él los aceptó. A seguida, nos hizo comer de aquellos huevos y beber por aquellos canutos. Y mientras, los suyos repetíanle el parlamento del capitán y su exhorto para que se hiciesen cristianos.
Quería el rey que nos quedásemos para la cena; le comunicamos que nos resultaba imposible. Otorgada la licencia, nos condujo el príncipe a su mansión, donde cuatro muchachas tocaban instrumentos de música: una un tambor --casi como nosotros, pero acurrucada en tierra--, otra percutía con un bastón engordado en su extremo con tejido de palma sobre dos pedazos de metal colgados --ya en éste, ya en aquél--; la tercera, sobre otra rodela metálica mayor y del mismo modo; la última, por fin, hacía entrechocar dos bastoncillos de igual especie, a los que arrancaba sonidos muy suaves. Tan a compás actuaron, que parecían expertas en música. Eran las cuatro hermosas y blancas, casi como nuestras mujeres y de sus proporciones; salían desnudas, salvo un tejido vegetal de la cintura a la rodilla y alguna desnuda enteramente; con el pabellón de la oreja deformado por un cerquillo de madera muy largo, que se les enhebraba ahí, con la cabellera larguísima y negra, ceñida por estrecho turbante; descalzas en cualquier momento. El príncipe nos invitó a bailar con tres, desnudas de arriba a abajo. Las referidas placas de metal fabrícanse en la región del Signio Magno, que llaman también China. Úsanla por allá para lo que las campanas nosotros y tiene por nombre aghon.
El miércoles por la mañana, al haber fallecido un hombre a bordo aquella noche, bajamos el intérprete y yo a preguntar al rey dónde podríamos enterrar el cadáver. Vímosle rodeado de muchos y tras la usual reverencia, lo consulté. Respondió: "Si tanto yo como mis vasallos pertenecemos completamente a tu señor, mayormente deberá considerar suya esta tierra". Expliqué de qué forma pretendíamos consagrar el punto y notarlo con una cruz: prosiguió que le satisfacía sin disputa y que había de adorarla tal como nosotros. Fue sepultado en el centro de la plaza, tan bien como supimos: para dar ejemplo. Y la consagramos después. A la tarde, enterramos a otro. Descargamos en el pueblo mucha mercancía, situándola en una casa que el rey garantizó; así como a cuatro hombres que también quedaron, al objeto de tratar mercaderías de por grande.
Viven estos pueblos con justicia; conocen las medidas y el peso. Aman la paz, el ocio y la quietud. Poseen balanzas de madera. Son: una barrilla horizontal, colgada por la mitad de una cuerda --que la sostiene--, a un extremo queda el garfio; al otro, las señales --como cuarto, tercio, libra...--. Cuando quieren pesar, toman un platillo, que cuelga de tres cordeles, como los nuestros, lo cargan con las señales, y así pesan justo. Disponen de medidoras muy grandes, sin fondo. Juegan los muchachos con la zampoña, semejante a la nuestra y la llaman subin. Las casas son de tableros y cañas, edificadas sobre estacas gordas que las separan del suelo: que son menester escaleras para subir y tienen habitaciones igual que entre nosotros. Bajo las casas guardan sus cerdos, cabras y gallinas.
Abundan por aquí los cornioles, grandes, hermosos de ver, que matan a las ballenas cuando éstas los engullen vivos. Una vez dentro de aquel cuerpo, decídense a salir de su coraza y se les comen el corazón. Que, vivos aún, suelen encontrarlos estos indígenas, junto al corazón de las ballenas muertas. Estos cornioles tienen dientes, la piel negra, el lomo y la carne blancas; por allá llámanlos laghan.
Abrimos el viernes nuestro almacén, lleno de mercancías, el cual les produjo seria admiración. Por metal, hierro o cualquier otro artículo de peso, daban oro; por los de poco tamaño, arroz, cerdos, cabras y demás víveres. Estos pueblos entregaban diez pesos de oro por catorce libras de hierro: un peso y cerca de ducado y medio. El capitán general no quiso que se aceptase demasiado oro, porque más de un marinero hubiese vendido por un poco de él todas sus cosas: con lo que se habría desnivelado el tráfico para siempre.
El sábado, por haber prometido el rey al capitán convertirse en cristiano el domingo, elevose en la plaza, sacra ya, una tribuna con adornos de tapices y ramos de palma, donde bautizarlo y enviole a decir también que no se asustara en la aurora con los bombardazos, ya que era nuestra costumbre, en las fiestas sonadas, hacer sonar la pólvora en las piezas.
El domingo por la mañana y 14 de abril, bajamos a tierra cuarenta hombres, con dos de ellos en armadura completa y el estandarte real. Apenas nos encaminábamos, tronó toda la artillería. La población nos seguía de una a otra parte. Abrazáronse el rey y el capitán general. Díjole éste que la enseña real no se desembarcaba nunca sino con cincuenta hombres de la guisa en que andaban aquellos dos, más cincuenta escopeteros; pero, por su gran amor, había accedido a bajarla entonces. Tras de lo cual, alegres, se situaron frente a la tribuna. Sentáronse allí los dos sobre tronos de terciopelo rojos y morados, los jerarcas en cojines y otros sobre esteras.
El capitán indicó al rey por el intérprete, que debía dar gracias a Dios porque le inspirara para hacerse cristiano y que ahora vencería a sus enemigos con más facilidad que antes. Respondió que quería ser cristiano; pero que algunos de sus principales no querían, porque alegaban ser tan hombres como él. Con esto, nuestro capitán ordenó llamar a todos los gentiles hombres del rey, comunicándoles que, si no le obedecían como a tal, los mataría inmediatamente y entregaría sus bienes al monarca. Respondieron que obedecerían. Dijo al rey que, apenas llegase a España, había de regresar con tanto poder, que lo convertiría en el rey mayor de aquellas partes, puesto que fuera el primero en decidir hacerse cristiano. Levantó el otro las manos al cielo, en gracias, apremiándole a que se quedara allá alguno de nosotros, para mejor instruir a aquel pueblo en la fe. Respondió el capitán que, para contentarle, dejaría allí dos; sabrían informar a estos otros sobre las cosas de España.
En el medio de la plaza se colocó una gran cruz. Advirtió el capitán que si querían hacerse cristianos, como en jornadas anteriores manifestasen, era menester que quemaran todos sus ídolos, sustituyéndolos por una cruz y que, cada día, con las manos juntas, la adoraran; más cada mañana, sobre el rostro, hacer la señal de la cruz (enseñándoles cómo se hacía). Y a cualquier hora, por la mañana al menos, debían acercarse a esta cruz y adorarla de hinojos y que cuanto había dicho se esforzasen en confirmarlo con buenas obras. El rey y todos los suyos querían confirmar todo, en efecto. El capitán general explicó que se había vestido enteramente de blanco para demostrar su sincero amor hacia ellos. Respondieron que no sabían qué replicar a tan dulces palabras. Tras y por ellas, condujo el capitán al rey de la mano sobre la tribuna para que le bautizasen, diciéndole que se llamaría don Carlos, como el emperador su dueño; el príncipe, don Fernando, como el hermano del emperador; uno de los principales, Fernando también, por nuestro principal --el capitán, mejor dicho--, el moro, Cristóbal. Después, a quién un nombre, a quién otro.
Bautizáronse antes de la misa quinientos hombres. Oída aquélla, el capitán convidó a yantar consigo al rey y a otros principales. No aceptaron. Acompañáronnos hasta el rompeolas, dispararon nuevamente todas las bombardas y abrazáronse los jefes como despedida.
Después del almuerzo volvimos a tierra a desembarcar el cura y otros, para bautizar a la reina, la cual apareció con cuarenta damas. Condujímosla sobre la tribuna, haciéndola sentarse sobre un cojín y alrededor las demás, hasta que el sacerdote se revistió. Mostrámosle una imagen de Nuestra Señora, un precioso Niño Jesús de talla y un crucifijo, ante todo lo cual le vino gran contrición y pidió el bautismo con lágrimas. La llamamos Juana, como a la madre del emperador, a su hija mujer del príncipe, Catalina, a la reina de Mazana, Isabel y su nombre correspondiente a las demás.
Ochocientas almas se bautizaron, entre hombres, mujeres y niños. La reina era joven y hermosa, cubierta enteramente por un lienzo blanco y negro; llevaba rojísimas la boca y las uñas y un sombrero grande de hojas de palma --amplio, como quitasol--, con corona alrededor, según las tiaras papales, que a ninguna parte va sin ella. Nos pidió el Niño Jesús, para colocarlo en el puesto de sus ídolos y se marchó al atardecer. El rey, la reina y muchos otros bajaron a la playa, luego. Y el capitán entonces, hizo que se diparasen muchos morteretes y las bombardas mayores, lo que fue para todos diversión grande. El capitán y el rey se daban tratamiento de hermanos. Este último se llamaba rajá Humabón.
Antes de los ocho días quedaron bautizados todos los de aquella isla y algunos de las otras. Se puso fuego a un poblado, por negarse a obedecernos, al rey y a nosotros, en una isla vecina. Plantamos allá la cruz, porque esos pueblos eran gentiles. A haber sido moros, lo que hubiésemos plantado es una horca, en símbolo de más dureza, porque los moros son bastante más duros de convertir que los paganos.
A diario se trasladaba a tierra el capitán general, con objeto de oír misa y decía al rey muchas cosas concernientes a la fe. La reina, con mucha pompa, vino a oír misa en una ocasión también. Tres doncellas la precedían, portándole tres de sus sombreros en mano; iba ella vestida de blanco y negro, con un velo grande de seda a listas de oro, sobre el cabello, que se lo cubría enteramente, así como la espalda. Un buen grupo de mujeres la seguía, éstas todas desnudas y descalzas, fuera de que arrollábanse en torno a las partes vergonzosas un entretejido de palma, más un turbante que les ceñía el nacer de los esparcidos cabellos. Hecha la reverencia ante el altar, la reina ocupó un cojín recamado de seda. Antes de comenzar el Santo Sacrificio, asperjola el capitán, como a otras de sus damas también, con aguas de olor: nada las deleitaba de tal manera. Enterado el capitán de cuánto placía a la reina el Niño Jesús, se lo regaló, indicándole que sustituyera con él a sus ídolos, porque era en memoria del hijo de Dios. Aceptó, agradeciéndolo mucho.
Un día, el capitán general, antes de la misa, hizo que vinieran el rey (con sus ropas de seda mejores) y los notables de la ciudad. El hermano del rey, padre del príncipe, llamábase Bendara; otro hermano del rey, Cadaio y algunos, Simiut, Sibnaia, Sicaca y Maghelibe y muchos otros que dejo por no alargarme. Hizo que todos ellos juraran obediencia a su rey y le besaran la mano; después hizo que aquél jurara ser en todo momento fiel al rey de España; lo cual juró. Entonces, el capitán rindió su espada ante la imagen de Nuestra Señora, previniendo al rey de que, cuando se juraba así, antes se debía aceptar la muerte que romper el juramento y que él juraba así por aquella imagen, más por la vida de su soberano el emperador y por su hábito de caballero, corresponder hasta lo último a tal fidelidad.
Entregó entonces el capitán al monarca un trono de terciopelo encarnado, diciéndole que, doquiera se trasladara, hiciese que uno de los suyos cargase delante con él y explicole cómo. Repuso que obedecería de grado, por su amor y dijo al capitán que estaba terminando unas joyas que le regalaría él. Las cuales eran: dos aros muy grandes de oro para las orejas, dos brazaletes para fijar más arriba de las muñecas y otros dos cercos con que ceñir los tobillos, más otras piedras preciosas, para adornar las orejas también. Esos son los más bellos adornos que pueden usar los reyes de tales estados, pues van descalzos a perpetuidad y con sólo un pedazo de tela de cintura a rodillas.
Preguntó un día el capitán general al rey y a sus edecanes por qué razón no quemaban sus ídolos, según prometieran, habiéndose hecho cristianos y por qué se les sacrificaba aún tanta carne. Contestaron que no es que se contuviesen por ellos mismos, sino por un enfermo: por ver si los ídolos le volvían la salud. Pues eran cuatro días ya que no hablaba. Era hermano del príncipe y el más valiente y sabio de la isla. El capitán insistió en que se quemasen los ídolos y creyeran en Cristo: pues, si el enfermo se bautizaba, sanaría al punto y que, de no obedecer, les cortaría la cabeza.
Respondió entonces el rey que lo harían, pues creía en Cristo verdaderamente. Marchamos en procesión desde la plaza al hogar del enfermo, como mejor supimos y allí lo encontramos, que no podía ni moverse ni hablar. Bautizámosle, así como a sus dos esposas y a diez doncellas. Luego, el capitán le preguntó cómo se encontraba. Habló de repente y dijo que, por la gracia de Dios, bastante bien.
Ese fue un manifiestísimo milagro en nuestros tiempos. Oyéndole hablar, el capitán dio conmovidas gracias al Señor; dándole entonces una tisana que le había hecho preparar. Más tarde, enviole un colchón, un par de sábanas, una colcha de paño amarillo y una almohada y cada día, hasta que se repuso completamente, le mandaba tisanas, aguas de rosas, aceite rosado y algunas conservas de azúcar. Antes de los cinco días hallábase en pie; se ocupó en que echaran al fuego, delante del rey y de la población reunida, un ídolo que habían mantenido oculto ciertas viejas en su casa y ordenó, por último, que se destruyesen muchos tabernáculos de junto al mar, donde se solía comer la carne consagrada. Ellos mismos, gritando: "¡Castilla!", "¡Castilla!" los echaban por tierra; afirmando que, si Dios les daba vida, habrían de quemar cuantos ídolos hallaran, mal que hubiesen de registrarlos por la casa del rey.
Los tales ídolos son de madera, huecos y sin tallar en el reverso; tienen abiertos los brazos, hacia dentro los pies, las piernas separadas y desmesurado el rostro. Este, con cuatro dientes enormes, como de jabalí y la estatuilla entera, pintarrajeada.
Hay en esta isla muchas villas. He aquí sus nombres, como los de los señores de cada una: Cinghapola, con sus señores Cilaton, Cigubacan, Cimaningha, Cimatichat, Cimabul; Mandani, con su señor Apanovan; Lalan, con su señor Theteu; Lautan, con su señor Iapan. Además, otras: Cilumai y Lubucun. Todos ellos nos obedecían y nos daban víveres y tributos. Cerca de la isla de Zubu, por otra parte, había otra, Matan, en cuyo puerto precisamente, nos resguardábamos. La villa que incendiamos estaba aquí y su nombre era Bulaia.
Interesaría a vuestra Ilustrísima Señoría conocer las ceremonias con que éstos bendicen el puerco. Antes que nada, golpean el aghon; traen después platos grandes: dos, con rosas y hojas de arroz y mijo --cocidas y revueltas, éstas-- y peces asados; el tercero, con paños de Cambaia y dos banderitas de palma. Uno de tales paños extiéndenlo en el suelo; vienen dos mujeres viejísimas, cada una con una especie de trompeta de caña en la mano. Colócanse sobre el paño extendido, saludan al sol y vístense los que quedaron en el plato último. Una se anuda a la frente un liencillo con dos cuernos, agita otro en la mano y, haciendo sonar su caña, baila y llama al sol; la otra toca también, teniendo en la mano libre una de las banderitas que trajeran. Bailan y llaman de esta forma, un poco, diciendo mil cosas para el sol, pero como entre sí. La primera, abandona el pañuelo para agitar ahora la banderita y las dos, haciendo sonar sus trompetas generosamente, bailan alrededor del cerdo atado. La de los cuernos siempre se dirige tácitamente al sol y le responde la otra. Después, a la de los cuernos, preséntanle una taza de vino y bailando y diciendo ciertas palabras, que la otra contesta, tras varias veces de fingir que se bebe el vino, lo derrama sobre el corazón del puerco. Y repetidamente, torna a bailar. Ponen en sus manos, entonces, una lanza. Agitándola y sin callar la boca nunca, sigue bailando --como su compañera-- y, tras simular cuatro o cinco veces que va a clavar la lanza en el corazón del animal, con inesperada presteza lo traspasa, por fin, de parte a parte. Inmediatamente, se tapa la herida con hierbas. La que lo mató, metiéndole una antorcha encendida en la boca, que estaba ardiendo durante todo el ceremonial, la apaga. La otra, bañando la punta de su trompeta en sangre del cerdo, ensangrienta con el dedo, en primer lugar, la frente de su marido, luego las de los demás --aunque a nosotros no se nos acercaron nunca--; después, desvístense y se comen los manjares de aquellos platos que trajeran, convidando a las mujeres (a ellas solas).
El animal se desuella al fuego. Nadie más que las viejas pueden consagrar la carne del cerdo; ni la probarían, no habiéndolo sacrificado en aquella forma.
Estos pueblos andan desnudos, cubriéndose solamente las vergüenzas con un tejido de palmas que atan a la cintura. Grandes y pequeños se han hecho traspasar el pene cerca de la cabeza y de lado a lado, con una barrita de oro o bien de estaño, del espesor de las plumas de oca y en cada remate de esa barra tienen unos como una estrella, con pinchos en la parte de arriba; otros, como una cabeza de clavo de carro. Diversas veces quise que me lo enseñaran muchos, así viejos como jóvenes, pues no lo podía creer. En mitad del artefacto hay un agujero, por el cual orinan, pues aquél y sus estrellas no tienen el menor movimiento. Afirman ellos que sus mujeres lo desean así y que de lo contrario, nada les permitirían. Cuando desean usar de tales mujeres, ellos mismos pinzan su pene, retorciéndolo, de forma que, muy cuidadosamente, puedan meter antes la estrella, ahora encima y después la otra. Cuando está todo dentro, recupera su posición normal y así no se sale hasta que se reblandece, porque de inflamado no hay quien lo extraiga ya. Estos pueblos recurren a tales cosas por ser de potencia muy escasa.
Tienen cuantas esposas desean, pero una principal. Cada vez que bajaba a tierra alguno de los nuestros, ya fuese de día, ya fuese de noche, sobraban los que le invitasen a comer y beber. Sus alimentos están sólo medio cocidos y muy salados; beben seguido y mucho, con aquellos canutos en las jarras y cada comida dura cinco o seis horas. Las mujeres nos preferían ampliamente sobre ellos. A todas, a partir de los seis años, se les deforma la natura por razón de aquellos miembros de sus varones.
Cuando uno de sus notables muere, dedícanle estas ceremonias. En primer término, todas las mujeres principales del lugar acuden a casa del difunto; en medio de ella aparece en su féretro el tal, bajo una especie de entrecruzado de cuerdas en el que enredaran un sinfín de ramas de árboles. En el centro de esas ramas, un gran lienzo de algodón forma como dosel y a su sombra se sientan las mujeres principales, todas cubiertas con sudarios de algodón blanco, mientras a cada una su doncella le hace aire con un abanico de palma. Las no principales se sientan, tristes, en torno a la cámara mortuoria. Después, una cortaba el pelo del muerto, despacio, con un cuchillo. Otra --la que fue su mujer principal-- yacía sobre él y juntaba su boca y sus manos y sus pies a los del cadáver. Cuando aquélla cortaba el pelo, ésta plañía y, cuando dejaba de cortar, ésta cantaba. En varias partes de la habitación había muchas vasijas de porcelana con fuego y encima, mirra, estoraque y benjolí, que perfumaban la casa ampliamente. Tuvieron el cadáver allá cinco o seis días, con tantas ceremonias --creo que impregnado de alcanfor--; luego, lo enterraron en el féretro mismo, cerrado con clavos de madera en un cobertizo rodeado por una empalizada.
En esta ciudad, más o menos a la medianoche --pero todas--, aparecía un pájaro negrísimo, grande como un cuervo, y no empezaba aún a volar sobre las casas, que graznaba ya. Con lo que ladraban todos los perros. Sus graznidos oíanse cuatro o cinco horas, y jamás quisieron explicarnos la razón.
El viernes 26 de abril, Zula, señor de la isla de Matan, envió a uno de sus hijos para que se presentase ante el capitán general con dos cabras; y diciéndole que él hubiese querido rendir entero su tributo, pero que el otro señor de allá, Celapulapu, negábase a obedecer al rey de España, y no lo había completado. Y que, la noche siguiente, le mandara una sola lancha llena de hombres, pues él cooperaría en el combate. El capitán general decidió ir en persona, con tres embarcaciones. Le suplicamos reiteradamente no viniera, pero él, buen pastor, negábase a abandonar a su rey. A medianoche, partimos sesenta hombres, armados con coseletes y celadas, junto al rey cristiano, los príncipes y algunos poderosos, más veinte o treinta balangai; llegamos a Matan tres horas antes del amanecer. No quiso el capitán combatir desde el primer momento; antes ordenó advertirles, por el moro, que, si querían obedecer al rey de España, y reconocer al rey cristiano como su señor, pagándonos además el tributo, sería él su amigo; mas de lo contrario, que aguardasen a saber cómo herían nuestras lanzas. Respondieron que, si nosotros disponíamos de lanzas, las de ellos, de caña, habían ardido en el incendio, como sus armas todas; y que no empezásemos el asalto entonces, pues era mejor aguardar a que rompiese el día, que iban a ser más gente.
Lo cual proclamaban a fin de que emprendiésemos su persecución, pues habían cavado fosas detrás de las viviendas y querían hacernos caer allí. Hecho el día, saltamos al agua --nos llegaba al muslo-- cuarenta y nueve hombres sólo y avanzamos más de dos tiros de ballesta hasta alcanzar la playa. Las lanchas no pudieron avanzar de ninguna forma por los pedruscos a flor de agua casi. Los otros once hombres quedaron a su cuido. Cuando alcanzamos la tierra, aquella gente había conseguido reunir tres batallones con más de mil quinientos indígenas. Cuyos tres, de pronto, al oírnos, abalanzáronse hacia donde estábamos con fortísimas voces, uno por cada flanco, de frente el otro. Cuando se percató de esto el capitán, dividionos en dos grupos, y así dio comienzo la refriega. Los escopeteros y ballesteros tiraron desde demasiado lejos, cerca de media hora en vano, traspasándoles sólo los escudos, hechos de tabla delgadísima, y los brazos. El capitán gritaba: ¡No disparéis! ¡No disparéis!, mas no le valía de nada. Cuando vieron los otros que las balas no los herían, determináronse a insistir, y arreciaban en sus gritos. En el momento de cada descarga, no la aguardaban quietos, sino con saltos de acá para allá; a cubierto de sus escudos, disparábannos tantas flechas, tantas lanzas de caña (sobre el capitán general, alguna de hierro), tantas jabalinas endurecidas al fuego, piedras y fango, que apenas nos podíamos defender.
Ante ello, comisionó el capitán a algunos, para que les incendiasen las casas y asustarlos. Cuando vieron que sus casas ardían, su ferocidad se redobló. Próximos a tal hoguera, caían para siempre dos de los nuestros; conseguimos que aquella alcanzase a veinte o treinta viviendas, lo más. Pero atacaron tanto, en ese punto, que una flecha envenenada traspasó la pierna derecha del capitán. Por lo que éste ordeno que nos retiráramos poco a poco; pero la mayoría huyó en desbandada. Así que seis u ocho solamente permanecimos junto al capitán.
No nos disparaban alto, sino a las piernas, por llevarlas desnudas. Y no podíamos resistir, ante un aluvión de lanzas y piedras como aquél. Las bombardas de las naos eran incapaces de prestarnos ayuda, por la distancia, así que hubimos de replegarnos más de un tiro de ballesta dentro del agua, que nos alcanzó ya a la rodilla, sin dejar de combatir. Ni de perseguirnos ellos: que llegaban a recoger hasta cuatro o seis veces la misma lanza, para enviárnosla nuevamente. Conociendo al capitán, tanto se concentró su ataque en él, que por dos veces le destocaron del yelmo. Pero, como buen caballero que era, sostúvose con gallardía. Con algunos otros, más de una hora combatimos así, y rehuyendo retirarse, un indio le alcanzó con una lanza de caña en el rostro. Él, instantáneamente, mató al agresor con la suya, dejándosela recta en el cuerpo; metió mano, pero no consiguió desenvainar sino media tizona, por otro lanzazo que cerca del codo le dieran. Viendo lo cual, vinieron todos por él, y uno, con un gran terciado --que es como una cimitarra, pero mayor--, medio le rebañó la pierna izquierda, derrumbándose él boca abajo. Llovieron sobre él, al punto, las lanzas de hierro y de caña, los terciarazos también, hasta que nuestro espejo, nuestra luz, nuestro reconforto y nuestro guía inimitable cayó muerto.
Mientras le herían, volviose algunas veces aún, para ver si alcanzábamos las lanchas todos; después, viéndole ya cadáver, heridos y lo mejor que nos cupo, alcanzamos aquéllas, que huían ya. El rey cristiano nos hubiese prestado ayuda; pero, antes de desembarcar, habíale encargado nuestro jefe que bajo ningún pretexto abandonara su balangai, sino que observase cómo combatíamos. Cuando el rey supo su fin, lloró.
A no haber sido por ese pobre capitán, ninguno de nosotros se hubiese salvado en las lanchas; porque, gracias a su ardor en el combate, fue como las pudimos alcanzar.
Fío mucho en Vuestra Señoría Ilustrísima porque la fama de capitán tan generoso no se extinga con nuestros tiempos. Entre las otras virtudes que concurrían en él, era la más permanente --a través de avatares bien apretados-- su fortaleza para resistir el hambre mejor que todos, así como que conocía las cartas náuticas y navegaba como nadie en el mundo. Y se verá la verdad de esto abiertamente, ya que ninguno se ingenió ni se atrevió hasta conseguir dar una vuelta a ese mundo según él ya casi la había dado. La batalla se desarrolló el sábado 27 de abril de 1521 (el capitán quiso librarla en sábado por ser el día más de su devoción). Fueron muertos con él ocho de nuestros hombres, y cuatro indios ya bautizados: éstos, por las bombardas de las naves, que en plena refriega acercáronse a prestar ayuda. Y, de los enemigos, quince sólo; contra, además, muchos heridos nuestros.
Después del yantar, envió el rey cristiano a inquirir --con nuestro consentimiento-- cerca del de Matan si no querrían entregar el cuerpo del capitán con los de los otros caídos: que, a cambio, se les daría cuanta mercancía apeteciesen. Respondieron que no se entregaba tal hombre, como pensábamos, y que no lo devolverían por la mayor riqueza del mundo; antes querían conservarlo, para su memoria.
Apenas murió el capitán, los cuatro hombres que teníamos en el poblado para la adquisición de víveres hicieron subir éstos a bordo. Nombramos después dos gobernadores: Duarte Barbosa, portugués, pariente del capitán y Juan Serrano, español. Nuestro intérprete, que se llamaba Enrique, por haber resultado ligeramente herido, no bajaba ya a tierra para resolver las cosas necesarias, sino que solía permanecer tumbado bajo una tolda. Por lo que Duarte Barbosa, gobernador de la nao capitana, le reprendió a gritos, advirtiéndole que no por la muerte de su señor, el capitán, quedaba libre, sino que ya se encargaría él de que, apenas de regreso en España, pasase a servir a doña Beatriz, mujer del capitán general; amenazole con que, si no bajaba a tierra, había de mandarlo azotar. Levantose el esclavo, pareciendo obedecer a tales palabras, y bajó a tierra a transmitir al rey cristiano que querían marcharse pronto. Pero que, si querían concertarse con él, él se apoderaría de los barcos y de la carga toda; de manera que organizaron una traición. El esclavo volvió a bordo, aparentemente más activo que antes.
El miércoles por a mañana, 1 de mayo, mandó el rey cristiano notificar a los gobernadores que tenía a punto ya las joyas que prometiera enviar al rey de España, con la súplica de que almorzasen con él, acompañados por otros caballeros, pues se las daría. Veinticuatro hombres bajaron a tierra; entre ellos, nuestro astrólogo, que se llamaba San Martín de Sevilla. Yo no pude bajar, por seguir vendado de resultas de una flecha envenenada que recibí en la frente. Juan Carbalho, con el preboste, volvió a poco, diciéndonos que habían visto cómo aquel hermano del príncipe que sanara casi de milagro se llevaba hacia su casa al sacerdote... Y que sospecharon algún mal. No había terminado sus palabras, cuando oímos grandes gritos y lamentos. Levamos anclas con rapidez y, disparando sobre el poblado muchas bombardas, fuimos hacia tierra; y, mientras nuestro fuego, vimos a Juan Serrano en camisa, atado y herido que nos gritaba no tirásemos más, o lo matarían. Preguntámosle si todos los demás habían muerto, y contestó que todos, a excepción del intérprete. Suplicaba una y otra vez que lo rescatáramos con la entrega de cualquier mercancía, pero Juan Carvalho, su compadre, no quiso --y tampoco los portugueses, en afán de ser sus propios dueños-- tocar tierra.
Sin cesar de plañir, nos repitió Juan Serrano que, aún no habríamos desplegado velas, ya sería él muerto. Y que rogaba a Dios que, en el día del juicio, demandase su alma a Juan Carvalho, su compadre. Zarpamos, sin más. No sé si quedó muerto o vivo.
Hay en aquella isla perros, gatos, arroz, mijo, harina, soja, jengibre, higos, naranjas, limones, caña de azúcar, ajos, miel, cocos, duriones, azúcar, carne de varias especies, vino de palma y oro. Es isla grande, con un buen puerto con dos entradas: a poniente y a greco-levante. Está en los 10 grados de latitud del Polo Ártico, en los 164 de longitud de la línea de partición, y se llama Zubu. En ella, antes de la muerte del capitán, conseguimos precisiones sobre Maluco. Sus habitantes tocan una viola con cuerdas vegetales.
A dieciocho leguas de distancia de aquella isla de Zubu, apenas resguardándonos en otra que llaman Bohol, incendiamos, antes de abandonar el archipiélago, la Concepción, porque era ya poquísima gente para tres, luego de acumular en las otras lo más útil. Enfilamos más tarde el Sur-Sureste, costeando una isla por nombre Panilonghon, en la que los hombres son negros como etíopes. Arribamos después a cierta isla grande, cuyo rey, para concertar paces con nosotros, extrájose sangre de la mano izquierda, untándose con ella después el cuerpo, la cara y el techo de la lengua, en símbolo de insuperable amistad. Igual hicimos, por corresponder, nosotros. Sólo yo bajé con dicho rey a tierra, para conocer la isla. Llegamos inesperadamente a un río, muchos pescadores ofrendaron su pesca al rey, pero éste, sin demora, despojose del taparrabos que le cubría, y, en compañía de sus notables, comenzaron todos a bogar entre canciones y cruzamos ante muchas viviendas que se asomaban a aquel río. A las dos de la mañana, alcanzamos la suya. Desde la desembocadura del río --donde las naos-- hasta la casa del rey mediaban dos leguas.
Entrando en tal casa, saliéronnos al encuentro con muchos hachones de caña y de hojas de palmera. Hachones, que ardían con resina, como ya antes se explicó. Hasta que trajeron la cena, el rey, con un par de jerarcas y dos de sus esposas, muy bellas, bebieron un gran odre de vino de palma, sin consumir bocado alguno. Alegando haber cenado antes, yo no quise beber más que una vez. Al hacerlo, realizaban todos las mismas ceremonias del rey de Mazana.
Vino después la cena, de arroz y pescados saladísimos, sobre escudillas de porcelana. El arroz les servía de pan. Lo cuecen de la siguiente forma: primero meten en una olla de barro como las nuestras una hoja lo suficientemente amplia para que forre todo su interior; después, vierten el agua, y el arroz --abundantísimo, desproporcionado--; dejan que éste hierva, hasta que, sin agua, tórnese duro, y extraen esa masa sólida a pedazos. En todas estas partes cuecen el arroz igual.
Apenas comidos, ordenó el rey que trajeran una esterilla de cañas, otra de palma y un cojín de hojas, para que yo durmiese. El rey, en compañía de sus dos esposas, fue a hacerlo en un lugar apartado, y en compañía siempre de uno de sus dos magnates. Llegado el día, y mientras preparaban qué comer, recorrí aquellas tierras. Abundaba por las chozas más el oro que los alimentos. Almorzamos arroz y pescado, nuevamente. Tras ello, indiqué al rey por ademanes que deseaba saludar a la reina; respondió que lo agradecía. Subimos juntos hasta lo alto de un monte, donde se encontraba la habitación de la reina. Al entrar, me incliné en una profunda reverencia, y ella --por mí-- lo mismo. Senteme a su lado: entreteníase en la confección de una estera de palma, de las para dormir. Abundaban en el interior de la vivienda las vasijas de porcelana, más cuatro láminas de metal, una mayor que todas y dos muy reducidas, de aquellas que se golpean. Vi alrededor también a muchas esclavas y esclavos de su servicio.
Las casas de aquí eran por el estilo de las descritas páginas atrás. Obtenida la licencia, regresamos a la del rey. Me obsequió él entonces con una colación de caña de azúcar. Lo que en esta isla abunda más es el oro; me enseñaron ciertas vallas, en cuyo terreno, acotado, notificáronme que abundaba tanto aquel como el pelo en sus cabezas. Pero no disponían de hierros para cavar, ni acaso les interesaba, por desidia.
A primera hora de la tarde, quise volver a la nao, y acompañome el rey, con sus nobles, por lo que el mismo balangai nos devolvió. Desandando el río, vi en la orilla derecha a tres hombres, clavados a un árbol al que faltaban las ramas enteramente. Pregunté al rey quiénes eran, y díjome que malhechores y ladrones. Andan estos pueblos tan desnudos como los de antes. El rey se llama rajá Calanao. El puerto es bueno, y por aquí se encuentra arroz, jengibre, cerdos, cabras, gallinas y otras cosas. Está en los ocho grados de latitud del Polo Ártico, y en los 167 de longitud de la línea de partición; a cinco leguas de Zubu, y por nombre, Chipit. A dos días de cuya isla, en dirección mistral, encuéntrase otra muy grande llamada Lozon, en la que cada año tocan de seis a ocho "juncos" de los pueblos lequíes.
Saliendo de aquí entre el poniente y el garbino, dimos sobre una isla muy grande y casi deshabitada. Sus gentes son moras, y eran bandidos de otra isla llamada Burne. Van desnudos como los otros, y disponen de cerbatanas, con carcajes al lado llenos de flechas envenenadas; así como de puñales, en cuyos mangos adornos de oro y piedras preciosas. Y lanzas, rodelas y petos de asta de búfalo. Nos llamaban "cuerpos santos". En esa isla hay pocos alimentos, pero sí árboles enormes. Está en los 7 1/2 grados de latitud del Polo Ártico, a cuarenta leguas de Chipit, y la nombran Caghaian.
Veinticinco leguas más al poniente-mistral, avistamos nuevos países y amplios, donde abundan el arroz, el jengibre, los cerdos, cabras, gallinas, higos (largos como medio brazo y como medio brazo gordos). Son excelentes, pero algunos, de a palmo y pico, superan a todos los demás. Hay también cocos, patatas, caña de azúcar, raíces que saben igual que nabos, y arroz cocinado bajo fuego, entre cañas o maderas. Podría a ésta designársela como la tierra de promisión, porque antes de verla padecimos hambre indecible. Más de una vez estuvimos a punto de abandonar las naves bogando hacia tierra, por no morir de necesidad. Concertó el rey paces con nosotros, dándose con uno de nuestros cuchillos un pequeño corte en el pecho, y manchándose con la sangre lengua y frente, en signo de paz muy verdadera; imitámosle nosotros. Esta isla ocupa los 9 1/3 grados de latitud en el Polo Ártico y los 171 1/3 de longitud desde la línea de partición. Se llama Pulaoan.
Estos pueblos de Pulaoan van desnudos como los otros. En general, trabajan sus campos, tienen cerbatanas con flechas de madera más de un palmo de anchas, dándoles la forma de arpón con espina de pescado y con caña otras veces, pero sin olvidar nunca su veneno.
En lugar de plumas, ostentan ramaje tierno sobre la cabeza. Y a la base de sus cerbatanas se adapta un janetón, con el que combaten en el momento en que se les terminan las flechas.
Les encantan los anillos, las cadenas de latón, campanillas, cuchillos, y más aún los hilos tejidos para atar sus anzuelos de pesca. Poseen gallos grandes, domésticos, que no comen por una veneración muy particular: aunque suelan hacerlos reñir entre sí. Y cada uno apuesta por su gallo, que, si se da el caso de que venza, el premio es para él. Beben vino de arroz, destilado, más abundante y mejor que el de palma.
A diez leguas de esa isla por el garbino, nos enfrentamos con otra, costeando la cual teníamos la impresión de ascender. Penetrando en su puerto, apareciósenos el Cuerpo Santo, después de mucho de no verle. Cincuenta leguas hay desde el principio de esta isla hasta el puerto. Al día siguiente, nueve de julio, su rey nos destacó un prao muy hermoso, con la proa y la popa trabajadas en oro; sobre aquella, una bandera blanca y azul, empavesada de plumas.
A bordo, tocaban unos cuantos las zampoñas y el tamboril. Acompañaban al prao dos almadías, aquel lo tallan en un solo tronco, y las almadías son sus barcas de pesca. Ocho viejos, de sus principales, subieron a nuestra nao, sentándose a popa sobre un tapiz. Presentáronnos una jarra llena de pinturas, conteniendo betrel con areca (que es el fruto que siempre mascan), más flores de jazmín y naranjo; cubierta tal jarra con un pañuelo de seda amarillo; más dos jaulas abarrotadas de gallinas, un par de cabras, tres odres de arroz destilado y algunos haces de caña de azúcar. Y lo mismo, a nuestra otra carabela. Pidieron licencia, después de abrazarnos. El vino de arroz es transparente como el agua, pero de tal graduación, que se emborracharon muchos de los nuestros. Lo llaman arach.
A los seis días, envió el rey de nuevo tres praos con mucha pompa, sonando las zampoñas, los tamboriles y placas de latón. Rodearon las naves, y nos saludaban alzando ciertas pequeñas boinas de tela que suelen usar, las cuales les cubren el occipucio solo. Contestamos con salvas de nuestra artillería. Después, nos entregaron como ofrenda diversos víveres, condimentados sólo con arroz: unos, sobre hojas, consistentes en rebanadas anchas. Otros, en tortas de huevo y miel. Advirtiéronos que a su rey le honraba que nos aprovisionásemos de agua y leña, así como se hiciesen sin traba nuestras compras.
Oyendo lo cual, comisionamos a siete de nosotros a bordo del prao con presentes para el rey: que eran una túnica de terciopelo verde a la turca, una poltrona de terciopelo morado, cinco brazadas de paño rojo, una barretina, un vaso dotado, un ánfora de cristal con tapón, tres cuadernillos de papel y un tintero -dorado, igualmente-; para la reina, tres varas de paño amarillo, un par de zapatos plateado, un alfiletero de plata lleno de agujas; para el gobernador, tres varas de lienzo rojo, una barretina y un vaso dorado; para el rey de armas, esto es, el que vino en el prao y habló, una túnica de paño encarnado y verde, a estilo turco también, una barretina y un cuadernillo de papeles. Y, para los otros notables, a quién paños, a quién barretinas, a quién más cuadernillos para escribir. Partieron, sin más.
Cuando nos dirigimos a la ciudad, hubo que aguardar en el prao cerca de dos horas, hasta la llegada de dos elefantes con gualdrapas de seda, en compañía de doce hombres, cada uno con una vasija de porcelana -cubierta de seda, lo mismo-, que traía nuestros obsequios. Montamos en los elefantes, y nos precedieron aquellos doce hombres con su carga. Tal fue el camino, hasta la casa del gobernador, donde nos sirvió éste una cena de muchos platos. Dormimos aquella noche sobre colchonetas de algodón; su colcha era de tafetán, y las sábanas, de Cambaja.